A los ocho días de nacido el Niño, tuvo lugar la ceremonia de la circuncisión, que era algo así como el bautismo para los judíos. Y al niño le pusieron por nombre Jesús.
Más tarde fue presentado al Templo. Allí lo recibió el Anciano Simeón, que había pedido a Dios no morir sin conocer al Mesías. Dios oyó sus ruegos y le reveló que aquel chiquito que tenía en sus brazos era el Salvador esperado. Simeón tuvo una gran alegría y, profetizando, dijo:
-Ruina y resurrección de muchos será este chico.
Después, dirigiéndose a María, le anunció:
-Una espada de dolor atravesará el corazón.
Y, desde entonces, la Virgen supo que tendría que sufrir, en su condición de Madre de Dios.
Cierto tiempo antes de que todo esto ocurriera, algo muy raro había sucedido lejos de Israel.
Hacia el naciente del País de Canaán se extendía la Mesopotamia y, más allá, Persia. Por esa zona y tal vez más allá todavía, había tres reyes. Reyes de reinos chicos, algo así como caciques de algunas tribus de aquellos pagos. Esos reyes eran astrónomos y astrólogos, es decir, que se la pasaban estudiando las estrellas y tratando de establecer la influencia que podrían tener en la vida de los hombres. Cosa que todavía no está clara, de modo que no hay que llevarle el apunte a los horóscopos.
Con sus lentes barrían el azul del cielo en las maravillosas noches de Oriente. Y leían viejos pergaminos y tablitas cubiertas de signos extraños, heredadas de los magos de Asiria y de Caldea. Por eso a ellos también los llamaban magos. Eran Reyes Magos.
Y, como estudiaban mucho, conocían los Libros Sagrados del pueblo de Israel, en los cuales habían aprendido a adorar al Dios único, aguardando asimismo la venida de un Salvador.
Tal vez como fruto de sus estudios, tal vez porque algún ángel se los sopló al oído, los Reyes Magos sabían que una señal en el cielo anunciaría el nacimiento del Hijo de Dios hecho hombre. Y buscaban esa señal noche tras noche, apuntando sus lentes hacia las brillantes constelaciones.
Aunque sus reinos quizá no fueran vecinos y acaso ni siquiera se conocieran entre ellos, los tres Reyes Magos descubrieron al mismo tiempo una magnífica estrella, luminosa, nítida, que apareció en su campo visual súbitamente. No dudaron ni un minuto: ésa era la seña que esperaban.
También sin dudarlo, los tres se pusieron en marcha para saludar al Redentor que nacería.
Cada cual reunió a su séquito, cargaron de regalos sus camellos y emprendieron viaje. Y se encontraron en una confluencia de caminos. Allí, seguramente, se hicieron las presentaciones del caso:
-Mucho gusto: soy Gaspar.
-Encantado: yo, Melchor.
-El gusto es mío: Baltasar.
Baltasar era negro, según dicen.
Siguieron viaje juntos, detrás de la estrella que guiaba sus pasos.
Al acercarse a Jerusalén, no vieron más la estrella. Preguntaron entonces por el rey, para averiguar dónde nacería el Mesías, conforme a las profecías de Israel. Era natural que así lo hicieran, pensando que entre reyes habrían de entenderse. Pero no sabían con quién se metían.
En Israel mandaba Herodes, un rey malísimo, acomodado con los romanos. Los Magos le dijeron:
-Oiga, Herodes: ¿nos podría informar dónde ha de nacer el Rey de los judíos?
Herodes se sobresaltó, temiendo que otro viniera a sacarlo del trono. Pero, de todas maneras, mandó interrogar a los conocedores de la Escritura para poder responder a los Magos.
-Nacerá en Belén –les hizo saber Herodes-. Vayan para allá, una vez que hayan encontrado al futuro Rey de Israel avísenme así yo también iré a adorarlo.
Esto último era una pura mentira, porque lo que quería Herodes era encontrar al Niño para matarlo y liquidar así a quien podía ser competidor suyo.
Al salir de Jerusalén, los Magos volvieron a ver la estrella, brillando en lo alto.
La siguieron hasta Belén y allí se detuvo.
Jesús, María y José ya habían abandonado la gruta del nacimiento y ocuparían una casita modesta, en las afueras del pueblo. Hasta ella llegaron los Magos.
Fue ver al Niño y arrodillarse ante Él, conmovidos. Y el Niño le haría fiestas, muerto de risa. Entonces le dieron los regalos que habían llevado.
Uno le dio incienso, reconociéndolo como Dios, pues simboliza la adoración.
Otro le dio oro, reconociéndolo como rey y representando al amor de buena ley.
El tercero le dio mirra, una planta amarga que se usaba para embalsamar a los muertos, reconociéndolo como hombre y figurando la mortificación.
Y los vecinos de Belén se hacían lenguas viendo semejantes comitivas, ya que tan lujo no se conocía en la región.
Cumplido su propósito, los Reyes Magos volvieron a sus tierras. Pero tomaron otro camino, pues un ángel les avisó que nada debían informar a Herodes, evitando pasar de nuevo por Jerusalén.
Y Herodes se quedó esperando.
Objetivo
Destacar que todos hemos de ofrecer a Jesús aquello que simbolizaban los regalos que le entregaron los Reyes Magos: el incienso de nuestra adoración, el oro de nuestro amor y la mirra de nuestras pequeñas mortificaciones. |