Saúl empezó gobernando más o menos bien, pero pronto desobedeció a Dios.
Dios le habló entonces a Samuel –que era ya viejo- diciéndole que debía nombrar otro rey para Israel. Que ese rey no iba reinar todavía sino más adelante y no sería uno de los siete hijos de Jesé, un paisano que tenía campo en Belén.
Samuel se fue a lo de José y le pidió que le presentara a sus hijos. El mayor resultó un macetón bien plantado, alto y medio colorado de cara. Samuel pensó que tenía facha de rey. Pero Dios indicó que ése no era. Así fueron pasando los demás y Dios no señaló a ninguno de ellos. Una vez que pasó el último, Samuel le preguntó a José:
¿Éstos son todos tus hijos, don?
–No –contestó José-. Falta el menor; que anda cuidando la majada. Pero es muy chico todavía.
–No importa –dijo Samuel –mándalo venir.
Al rato llegó David, que era un muchachito rubio, con la afición de cantar. Estaba encargado de rondar las ovejas y se la pasaba cantando todo el día, acompañándose con un arpa, parecida al arpa paraguaya pero más chica. El mismo David componía las canciones que cantaba y en ellas celebraba las grandezas de Dios y recordaba la historia de su pueblo. Las canciones que componía David de llamarían salmos y se cantan todavía en las iglesias.
Cuando el chico entró Dios le comunicó a Samuel:
-Ése es mi candidato. Ungilo para rey.
La ceremonia de ungir consistía en echarle a uno aceite en la cabeza, pronunciando unas palabras que Samuel conocía y yo no.
Eso hizo Samuel con David. Y David quedó ungido rey, pero nadie lo sabía porque no había llegado el momento de que asumiera el mando. Era algo así como un presidente electo, antes de recibir la banda y el bastón que usan los presidentes.
El reinado de Saúl cada vez andaba peor. Se le presentó Samuel y le dijo:
-Rey, Dios está muy disgustado con vos. Tu reinado acabará mal y no será tu hijo el que lo herede. Dios ya te eligió sucesor.
Saúl se puso furioso. La rabia se convirtió para él en una enfermedad. Le daban ataques y rompía todo lo que tuviera a mano.
En la corte alguno propuso que buscaran alguien que supiera tocar música suave, para calmar al rey cuando le daba el ataque. Como habían oído hablar de David y de las canciones que cantaba, lo mandaron buscar.
Santo remedio. Al rey le venía el ataque, David empezaba a puntear en el arpa algún salmo y Saúl se calmaba enseguida. David se quedó a vivir en el palacio de Saúl. Y a Saúl ni se le ocurrió que podía tener al lado suyo al futuro rey.
Un día los filisteos atacaron nuevamente a los judíos.
Saúl y su ejército salieron a enfrentarlos.
Los campamentos de unos y otros quedaron instalados bastante cerca, mientras esperaban el momento de entrar en batalla. Entre las carpas de los judíos y de los filisteos se extendía un potrero grande y parejo.
En las filas de lo filisteos había un gigante. Era un soldado enorme, fuerte como él solo, con una cara que daba miedo mirarla, voz de trueno y brazos como troncos de algarrobo. Se cubría la cabeza con un casco adornado por una cola de caballo; el pecho con una coraza de bronce y las pantorrillas con algo que parecían canilleras de hierro. Llevaba lanza, espada de dos filos y una maza terminada en una bola de metal llena de puntas. Se llamaba Goliat.
Cada mañana se plantaba Goliat en el descampado que separaba los campamentos y los desafiaba a pelear a los judíos. Ningún judío agarraba viaje y Goliat los insultaba de arriba abajo, diciéndoles que eran unos flojos y que los iba a hacer pedazos al primero que le viniera. Pero ninguno venía.
La misma escena se repetía por la tarde.
Hasta que llegó David al campamento. Lo vio a Goliat y oyó sus insultos. Cuando advirtió que Goliat también blasfemaba contra Dios, dijo David:
-Yo lo peleo.
-Estás loco –le contestó Saúl-. Te va a destrozar. Vos sos un chiquilín y él un gigante.
-Lo peleo igual –insistió David.
Al ver que estaba decidido le trajeron armas, un casco y una coraza. David se negó a usarlos, diciendo que le bastaba con su honda de pastor.
Las hondas de pastor no son como las gomeras. Están hechas con una soguita y un pedazo de cuero. En el cuero se coloca una piedra, se revolea la honda y, al soltar una punta de la soga, sale la piedra disparada.
Cuando Goliat lo vio a David tan chiquito y desarmado, largó una carcajada. Se moría de risa y con las manos se golpeaba el costil sin poder contenerse.
-Menos risa –le previno David-. Defiéndase usted, señor gigante, porque lo voy a matar.
Se recompuso Goliat y, al ver que la cosa iba en serio, pegó un rugido formidable y levantó su lanza para arrojarla contra David. Éste colocó una piedra en la honda y empezó a revolearla.
Un profundo silencio reinaba en los dos campamentos. No se oía volar una mosca.
Goliat apuntó bien para no errar el lanzazo. David aseguró el tiro. Y antes que volara la lanza, partió la piedra silbando y se incrustó en la frente del gigante. Goliat se desplomó como una torre que se derrumba.
David corrió hasta su rival caído. Tomó la espada de Goliat y le cortó la cabeza.
Los filisteos, al ver esto, huyeron en desbandada. Los judíos levantaron a David en andas.
David se transformó en un guerrero. Y las tropas que él mandaba obtenían más triunfos que las que mandaba Saúl. De modo que a éste le entraron unos terribles celos de David y le volvieron los ataques de rabia. Para peor, empezó a sospechar que el futuro rey sería David. Al darse cuenta de eso, David dejó el palacio y se escondió en las montañas.
Saúl lo buscaba para matarlo. Y aunque David tuvo muchas oportunidades para matar a Saúl, nunca quiso hacerlo porque era fiel a su rey aunque éste no fuera una buena persona.
Los judíos se pusieron de parte de David y no veían el momento de que ocupara el trono de Saúl. Pero David no quería saber nada y mantenía su fidelidad al rey.
Por fin, en un combate contra los filisteos, murieron Saúl y su hijo Jonatán. David los lloró desconsoladamente. Sin embargo, pese a su aflicción, los judíos lo proclamaron rey, le dieron la corona y el cetro, sentándolo en el trono de Israel.
Fue un rey estupendo. Y aunque hizo algunos despropósitos, siempre se arrepintió de ellos, pidiendo perdón a Dios. Dios lo perdonó una y otra vez. Ganó numerosas batallas, administrando su país con prudencia.
Objetivo
Destacar el combate entre David y Goliat. Señalar que, con la protección de Dios, a veces los débiles triunfan sobre los fuertes y que, por eso, al considerar las cosas, siempre hay que confiar en la Divina Providencia. |